jueves, 24 de abril de 2008

La Raza Inhumana








Acabamos de cenar. Digo acabamos porque los tres tomamos un resopón conmigo. Cuando le doy a uno un bordecito de carne o de pescado, los otros dos no se impacientan: saben que, aunque se mude el orden, será igual: habrá para los tres. Me siento en un sofá y saltan a él. Zagal es muy celoso. No por más joven: antes de que tuviese uso de razón ya era celoso. Me mira muy de cerca, con las patas apoyadas en mi pecho. Yo sé lo que me pide. Paso la mano por su cabeza; él la yergue ofreciéndome la garganta. Se la acaricio. Acaricio a Zahira y a Zegrí. Los dos son muy mayores; tienen catorce años y medio; nacieron el mismo día y a la misma hora del golpe de Estado o lo que fuera aquello. Zegrí está completamente sordo; para llamarlo, tengo que gritar la i final como si me hubiera vuelto loco. Zahira estuvo enferma ayer: con fiebre y muchos dengues. Zagal es un chulazo moreno de ojos pardos. Los de los mayores son azulosos: el cristalino se les ha enturbiado con las cataratas . Igual que a Troylo. Me pregunto cómo me verán: lejano quizá, casi desconocido...No; por fortuna los perros tienen mejor sentido que nosotros: nos presienten, nos adivinan. Somos nosotros los que tememos que su sordera o su ceguera los aleje. Nosotros somos tontos.



Entre otras cosas, porque nos consideramos los únicos que sufren. Hasta en ese extremo tan poco grato es engreído el hombre. Como si los animales no tuviesen sentimientos: no sólo en su físico, sino en su alma. ¿Alma de estar por casa? Sí; como la nuestra. Nos sigue sorprendiendo que haya sicólogos de perros o la moda de los tratamientos siquíatricos de animales. ¿Es que no vemos cómo padecen las perrillas sus partos sicológicos? (La esbelta y principesca Zahira tuvo uno hace nada.) Uno de los peores ratos de mi vida lo pasé ante el vídeo de un laboratorio de vivisección de una universidad norteamericana. Trataban de mostrarme los avances de una investigación. Sólo pude ver -tardé poco en salirme- el inconcebible suplicio, la angustia, el infinito abandono y la impotencia de aquellos babuinos en que se hurgaba, con los cráneos abiertos, y amarrados, pinchados, troceados...



En el último mes de mayo tuve mi caída en el camino de Damasco. Fue durante una corrida de toros. Estaba, indebidamente, en el callejón. Tenía el toro al alcance de la mano. Le chorreaba la sangre por un costado hasta la pezuña. La estocada lo había degollado y vomitaba sangre también. Pero no doblaba. El diestro, poco diestro. lo descabelló seis o siete veces. Mugía el toro de dolor, bramaba de dolor, llenaba el aire, clamaba al cielo en vano. Los peones lo mareaban con los capotes. Y de repente miró hacia mí. Con la inocencia de todos los animales reflejada en los ojos, pero también con una imploración. Era la querella contra la injusticia inexplicable, la súplica frente a la innecesaria crueldad. Sentí que , garganta arriba, me subía un sollozo. Dobló el toro. Humilló la cabeza, tan bella y tan noble, entre las patas. Se entregó al cachetero. No quiso saber más.



Como no quieren saber más los delfines y las ballenas que se suicidan. Porque han alcanzado el límite de todas las preguntas. ¿O es que creemos que no se hacen preguntas los perros que sus amos abandonan, incapaces de aceptar el salvaje hecho, empestillados en volver al sitio en que perdieron lo que amaban, con la certeza de que vendrán a buscarlos, hasta que los aplasta un coche, o mueren por el gas y por la pena en alguna perrera? ¿Es que ceemos que no se hacen preguntas los novillos y las vaquillas de las atroces fiestas de los pueblos, las cabras despeñadas, los conejos perseguidos por automóviles que los deslumbran y los matan, los gallos degollados por alguien con los ojos vendados mientras los asistentes ríen, las fieras enjauladas en los escalofriantes zoológicos, donde aprenden lo que es el aburrimiento y la melancolía, las gallinas o las vacas o las codornices de las granjas a las que obligan con corrientes y luces destanteadoras a comer o a poner o a engordar? ¿Es que creemos que no se hacen preguntas las aves llevadas al mercado en manojos cabeza abajo, o los cerdos y las terneras y los corderos hacinados entre los barrotes donde viajan el doble de los que caben, o los pájaros cuyo gozoso mundo libre se ciñe a una grillera que les desgarra las alas cuando intentan moverlas, o los zorros acosados por jinetes siniestros de rojas casacas?


Los humanos, cuanto más inteligentes y comprensivos, más respetan a los animales. Todos procedemos de la misma raíz, y no estamos nada seguros de haber progresado, desde hace millones de años, por el camino que debíamos. Dos tipos de educación hay: la que enseña a ganarse la vida y la que enseña a vivir y a dejar vivir. La primera es egoísta y no sirve para mucho. Porque los seres vivos, todos, somos como un espejo: si nos ponen por delante amor, reflejamos amor; si no, no tenemos nada que reflejar.


Acuesto a mis perrillos. Les doy las buenas noches. Los acaricio una vez más. Sé que están convencidos de volverme a ver mañana. No obstante, suspiran. Si no fuese por el sueño, una noche sin mí se les haría demasiado larga. Lo sé muy bien: nos parecemos mucho. Quizá eso sea la noche: estar sin quien se ama.

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